Llegué a Bruselas con el Mercado Único Europeo. Era el 1 de enero de 1993. Recién incorporado a la delegación en Bruselas de la entonces Confederación de Cooperativas Agrarias de España (CCAE) tenía  inmensas ganas de aprender, la ilusión de los que empiezan y una gran dosis de ingenuidad que me hacía pensar que podía cambiar el mundo. Así, pregunté a un funcionario español con experiencia cómo se influía en las decisiones de las Instituciones Comunitarias. La respuesta fue muy clara y concreta: ”en Bruselas nunca se toma una decisión en contra de los intereses del país más afectado”. 




Pasaron unos años y pude comprobar que así era. Para muestra la reforma de la OCM de Aceite de Oliva con Loyola de Palacio, quien bajo la perplejidad italiana pudo conseguir para España una Cantidad Máxima Garantizada de aceite de oliva de 720.000 toneladas, cantidad que hoy nos puede parecer ridícula, pero que en aquel momento era más que suficiente para cubrir una buena campaña. Siguieron pasando los años y la última reforma de la misma OCM de Aceite de Oliva se aprobó con el voto en contra de España. Había cambiado la Ministra, es cierto, y era una recién llegada Elena Espinosa, pero ahora, con la experiencia adquirida me atrevo a decir que lo que realmente había cambiado era Europa.




En estos momentos acabamos de estrenar una nueva “legislatura” en el Parlamento Europeo y tenemos un nuevo Colegio de Comisarios.  Ya somos 28 Estados Miembros tras la incorporación de Croacia. La Unión Europea es cada vez más grande, pero también más compleja. Por ello debe definir claramente cual quiere que sea su papel en el mundo y establecer sus prioridades y objetivos.  Las amenazas y los problemas en una economía global son enormes y la posibilidad de afrontarlos con una Europa fuerte y cohesionada son la mejor garantía para superarlos.  Pero para que ello sea posible, deben cambiar muchas cosas. Lo primero tener una apuesta a largo plazo y una misma visión que anime a los Estados Miembros a remar en la misma dirección. No será nada fácil pero el coste de no hacerlo será enorme.

El problema planteado por el veto ruso pone a prueba a la UE, y sin entrar a valorar las decisiones políticas y geoestratégicas adoptadas, lo que es innegable es que las consecuencias las está sufriendo el sector agrario y, por tanto, los mismos que han tomado esas decisiones deberán habilitar mecanismos para compensar los efectos negativos inducidos. La PAC no está preparada para ello y pretender que el fondo de crisis, con una dotación anual de 400 M€, atienda el impacto de un cierre que afecta a una exportación valorada en más de 5.000 M€, eso es no estar a la altura de nuestras propias decisiones.


En definitiva, el veto ruso será la primera prueba para esta nueva etapa institucional, si no se supera con éxito, nos podemos temer lo peor.